Parroquia Inmaculada Concepcion Bell Ville


Adviento: la esperanza de ser tierra de Dios
Las palabras, a menudo, trazan mapas invisibles que nos orientan. Adviento es una palabra que, como tantas otras, guarda en su raíz la historia de un viaje.
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En latín, adventus significa "venida" o "llegada". Procede de advenire, un verbo que fusiona ad- (hacia) y venire (venir). En este caso, no solo se nos señala un destino, sino también un recorrido, una travesía que se despliega entre el ahora y lo que está por llegar.
Reflexión:
El Adviento es más que un término que indica una simple llegada. Es un movimiento recíproco: algo se aproxima, pero nosotros también avanzamos hacia ello, hacia ese horizonte prometedor. En ese doble movimiento reside el misterio del Adviento: un tiempo de tránsito que es mucho más que una mera espera, un espacio donde esperar implica prepararse con intención, abrir puertas y ventanas del alma para recibir lo nuevo.
En la espera hay una apertura hacia lo que la vida puede ofrecernos, una aceptación de que en realidad vivimos hacia lo desconocido. La espera, en su forma más simple, se parece a un paréntesis que interrumpe la vida, un espacio donde todo parece suspendido, pero al mismo tiempo, puede ser un preludio a algo que aún no se revela. Se alarga en el andén de una estación, donde el tren nunca parece llegar. Al salir de un examen importante o de una entrevista de trabajo, en la incertidumbre de una fría y silenciosa sala de espera de un hospital, o en las últimas semanas de embarazo, donde cada día transcurre entre la ilusión y la incertidumbre.
En la espera, el reloj parece detenerse, las horas pierden sus contornos y se funden en una especie de nebulosa donde la rutina se disuelve. A veces, la espera nos roba el movimiento y nos deja a la deriva, en una especie de pausa. Puede llenarse de resignación, hundirse en el peso de la impotencia, o cargarse de una inquietud que nos agita sin rumbo, que nos mueve sin dirección clara. Y es que la espera, en bruto, puede jugar con nuestra percepción, dejándonos atrapados entre el deseo de que algo cambie y la sensación angustiosa de que nada lo hará.
Sin esperanza, la espera se convierte en un peso difícil de llevar, un vacío que puede sentirse interminable. Es la esperanza la que da sentido, la que permite ver más allá.
Y es que en la esperanza hay algo verdaderamente nuevo: hay un deseo. Es un anhelo profundo, un acto de fe que reconfigura la espera y la llena de vida. No se trata solo de aguardar, sino de anhelar lo que está por venir. Ese deseo transforma la espera en algo vivo, en un impulso que llena el presente de sentido y nos proyecta hacia adelante. La esperanza da densidad al tiempo, lo tiñe de colores cálidos, hace que cada segundo se convierta en un paso hacia aquello que se anhela.
La esperanza, con ese deseo en su núcleo, busca, se adelanta y convierte la espera en preparación activa, en un proceso que transforma tanto el presente como a quien espera.
Por eso el Adviento es algo más que una temporada de esperar una fecha clave en el calendario. Es un tiempo que se nos ofrece para detenernos, reflexionar y ordenar nuestros deseos.
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Un regalo para cuestionarnos sobre qué es aquello que realmente buscamos…
¿Ese deseo es el adecuado?
¿Nos impulsa hacia una verdadera transformación o nos deja atrapados en la inercia?
El Adviento nos propone algo distinto.
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Nos invita a abandonar lo superficial, a mirar más allá del ego, y a centrar nuestro anhelo en un Dios que desea acercarse, que busca encarnarse, hacerse cuerpo y sangre, compañero y amigo.
El Adviento tiene mucho que ver con ese anhelo de ser la tierra donde Dios pueda hacerse posible. Es el deseo profundo de convertirnos en cuna, en manta, en pañal y en pesebre. Ser ese espacio humilde, acogedor, cálido, donde Dios pueda encontrar lugar. Nos invita a prepararnos para ser ese sencillo hogar donde el misterio pueda habitar, donde Dios se haga parte de lo cotidiano. No se trata de esperar como si se tratara de una visita ilustre, distante e inalcanzable. Se trata de preparar el corazón y la vida, con la sencillez y la honestidad de quien prepara su casa para recibir a alguien verdaderamente querido.
Esta preparación tiene un sabor cotidiano, casi doméstico. Nos llama a pensar en lo pequeño, en lo aparentemente insignificante. Porque, si algo demuestra el misterio de Dios, es que, en lo más sencillo, vulnerable y casi despreciable, es donde Él se cobija. El Adviento nos llama, así, a ser ese refugio, ese rincón cálido que acoge a Dios sin pretensiones.
Adviento es, por tanto, el tiempo de preguntarse qué tipo de tierra somos. No es solo el momento de esperar, sino de cultivar lo necesario para que Dios eche raíces. Es la temporada para ablandar el terreno, arrancar malas hierbas, preparar el espacio que acogerá lo nuevo. La esperanza es como una semilla que no puede germinar si el suelo está endurecido. Requiere nuestro cuidado, nuestra disposición a cambiar, nuestra voluntad de transformar lo que dentro de nosotros aún está seco o endurecido.
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Vivir el Adviento es vivir en un estado de apertura, de espera activa, de confianza en el movimiento que se aproxima otra vez a nuestra vida para renovarlo todo. Es entender que esa preparación no se trata solo de ritos y símbolos externos, sino de un cambio que comienza dentro y se refleja en cada gesto. Se trata de mirar el camino, pero también de caminarlo, sabiendo que en cada paso se despliega la posibilidad de algo nuevo, algo que transforma la espera en un encuentro.
¿Qué mística esconde este símbolo pre-navideño? ¿Cómo fabricarla? ¿Cuáles son los colores de las velas? ¿Por qué el círculo es verde? ¿Qué rito hay que hacer al prender cada vela? ¿Cuándo se enciende?
Con su forma circular y verde, simbolizamos la eternidad de Dios y nuestra esperanza de la vida eterna. El color verde representa la vida y la renovación que trae Cristo, quien es la luz del mundo.
La Corona de Adviento tiene cuatro velas que se encienden progresivamente durante las cuatro semanas del Adviento. Cada una de ellas representa un paso en el camino de nuestra preparación espiritual. Este proceso gradual de iluminación simboliza el crecimiento de la fe y la esperanza en Cristo, quien ilumina nuestras vidas. Cada vela nos recuerda cómo la luz de Cristo, la Gracia, crece en nosotros.
También se invita en cada hogar a realizar el rito de encender las velas en familia, antes del almuerzo dominical, como una oportunidad para la oración y la reflexión.
Lo esencial es que el rito sea vivido con fe. No como una tradición vacía, sino como un encuentro auténtico con Dios. La iluminación progresiva de las velas invita a los cristianos a crecer en su camino de conversión y fe.
Violeta, Rosado y Blanco: el poder espiritual de los colores del Adviento.
Nos dan una experiencia espiritual del camino, la esperanza, la alegría y la celebración.
El color violeta o morado, que predomina durante la mayor parte del Adviento, simboliza la penitencia y la preparación espiritual para la llegada de Cristo. Este color nos invita a los fieles a una renovación interior, preparándonos activamente para recibir a Dios con esperanza y conversión. El morado en Adviento refleja tanto el dolor por las propias miserias humanas que ofenden a Dios y al prójimo como la esperanza que hemos de tener de ser salvados por el amor de Dios.
El tercer domingo de Adviento se distingue por el uso del color rosado, representa un alivio del rigor penitencial. Este color, una mezcla de morado y blanco, simboliza la alegría y el gozo anticipado por la proximidad de la Navidad. Nos recuerda que la esperanza está cerca, pues el Señor está por llegar.
Finalmente, el color blanco, utilizado en la Navidad, simboliza la pureza, la gloria y la vida nueva. Este color es asociado con la luz divina y la resurrección, representando la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
En conjunto, estos colores litúrgicos nos ayudan a los fieles a sumergirnos con más profundidad en el misterio de la fe, conectando la preparación interior con la celebración del nacimiento de Cristo.
Oraciones para hacer en familia al encender cada vela del adviento

PRIMER DOMINGO - ENCENDIDO DE LA VELA. Oración.
Encendemos, Señor, esta luz, como aquel que enciende su lámpara para salir, en la noche, al encuentro del amigo que ya viene. En esta primer semana de Adviento queremos levantarnos para esperarte preparados, para recibirte con alegría. Muchas sombras nos envuelven. Muchos halagos nos adormecen.
Queremos estar despiertos y vigilantes, porque tú traes la luz más clara, la paz más profunda y la alegría más verdadera. ¡Ven, Señor Jesús!. ¡Ven, Señor Jesús!
SEGUNDO DOMINGO - ENCENDIDO DE LA VELA. Oración.
Los profetas mantenían encendida la esperanza de Israel. Nosotros, como un símbolo, encendemos estas dos velas. El viejo tronco está rebrotando se estremece porque Dios se ha sembrado en nuestra carne...
Que cada uno de nosotros, Señor, te abra su vida para que brotes, para que florezcas, para que nazcas y mantengas en nuestro corazón encendida la esperanza. ¡Ven pronto, Señor! ¡Ven, Salvador!
TERCER DOMINGO - ENCENDIDO DE LA VELA. Oración.
En las tinieblas se encendió una luz, en el desierto clamó una voz. Se anuncia la buena noticia: ¡El Señor va a llegar! ¡Preparen sus caminos, porque ya se acerca! Adornen su alma como una novia se engalana el día de su boda. ¡Ya llega el mensajero!. Juan Bautista no es la luz, sino el que nos anuncia la luz.
Cuando encendemos estas tres velas cada uno de nosotros quiere ser antorcha tuya para que brilles, llama para que calientes. ¡Ven, Señor, a salvarnos, envuélvenos en tu luz, caliéntanos en tu amor!
CUARTO DOMINGO - SE ENCIENDEN LAS CUATRO VELAS
La Virgen y San José, con su fe, esperanza y caridad salen victoriosos en la prueba. No hay rechazo, ni frío, ni oscuridad ni incomodidad que les pueda separar del amor de Cristo que nace. Ellos son los benditos de Dios que le reciben. Dios no encuentra lugar mejor que aquel pesebre, porque allí estaba el amor inmaculado que lo recibe.
Nos unimos a La Virgen y San José con un sincero deseo de renunciar a todo lo que impide que Jesús nazca en nuestro corazón.